No soy equidistante, nunca lo he sido.
Estoy muy lejos de quienes ejercen la violencia contra otros, sea en forma de insultos, de escraches, de acosos, de amenazas, de lanzamientos de piedras, orines o escupitajos, de patadas, de empujones, de humillaciones o desprecios…
Estoy muy lejos de quienes justifican cualquiera de esos actos, con cualquier excusa, normalmente relacionada con quiénes son las víctimas o quiénes los ejecutores. Estoy lejísimos de todo eso.
Y estoy muy cerca de quienes están hartos de gritos, de ruido, de mala educación, de crispación, de palabras altisonantes y frases vacías, de manipulaciones, de exageraciones y de mentiras.
Estoy muy cerca de quienes sienten que estos numeritos no representan a la mayoría de nuestra sociedad; que no representan nuestras relaciones ni nuestras conversaciones con familiares, amigos, vecinos, compañeros de trabajo, ni con el taxista que nos lleva o el camarero que nos atiende.
No querer elegir uno de esos supuestos bandos no es equidistancia, es una posición clarísima, que representa los valores de respeto en los que me han educado, y que creo que comparto con la mayoría de la gente. Desde luego, así, diversa y tolerante, es la sociedad en la que quiero que crezca mi hijo.
No van a conseguir que entre en el juego de buenos y malos, de deslegitimación y deshumanización, de eso que se parece tanto al odio. Ni voy a educar así a mi hijo.
Y pido, suplico, que no dejemos que nos lleven a eso, que conviertan esta sociedad en un campo de batalla ficticio, que sólo beneficia a los que viven de ese mal rollo.
No somos así. No dejemos que nos hagan creer lo contrario.
Fotografía de Rrafson, obtenida de Wikimedia Commons.